Si preguntamos a las personas que trabajan en una empresa si prefieren trabajar en equipo o bien de manera individual y solitaria, veremos que la respuesta se decanta en forma abrumadora, por la primera opción.
Y ello, como principio de intenciones y actuación, está bien, pero si es así, ¿por qué observamos tanta falta de sincronización, tantos desajustes, tanto individualismo, tanto aislamiento departamental en las organizaciones?
El trabajo en equipo como tal, es un precepto loable, pero que en muchas ocasiones se queda en eso, en una formulación teórica de aquello que gusta oír, de aquello que es políticamente correcto, como tantas otras cosas en las que “creemos”, pero que no hacemos nada para que finalmente cuajen.
Las estructuras organizativas de las empresas continúan basadas, de forma obcecada, en la funcionalidad de sus áreas, departamentos o secciones. ¿Y estos compartimentos empresariales no son acaso equipos? Tomando el punto de vista tradicional de la organización de empresas, podríamos convenir que así es, puesto que son un grupo de personas que trabajan en búsqueda de un mismo fin. Entonces, ¿qué es lo que falla? La metodología o vía hacia la constatación de que el trabajo en equipo es posible, viable y, además, rentable. Para ello debemos darle la vuelta al concepto de “trabajo en equipo”, para convertirlo en el de “equipo de trabajo”, si se nos permite el juego de palabras.
Únicamente, podremos obtener resultados brillantes si conformamos equipos de trabajo, y éstos están constituidos por el más amplio espectro posible de personas, en definitiva, compuesto por personas de diferentes disciplinas, jerarquías, edades, géneros, etc. Es decir, cuando seamos capaces de conseguir que la diversidad de la empresa, y no la identidad corporativa, tan habitual en nuestras organizaciones, impere en el equipo global de la empresa.
El camino hacia la motivación empieza aquí.